5 de noviembre de 2011

Hoy o nunca




Es hoy o nunca— se dijo y encendió la radio. Necesitaba imperiosamente saber la hora pero él, Néstor Bazaldúa, era el hombre que jamás llevaría un reloj en la muñeca. Sobrellevó estoico unos quince minutos de publicidad y de insoportable programación musical. «Son las siete y media de la mañana en todo el territorio nacional...» aseguró finalmente el locutor, un verdadero atleta de la emisión vocal. A pesar de su enojo sonrió: recordó que cuando era niño se decía a menudo: «cuando sea grande, yo voy a hablar así...». Como uno de esos señores de la radio.
Quizá un día –se dijo mientras encendía un cigarrillo– cuando la tecnología lo permita, ése será el último placer de los condenados: que el asistente del verdugo les inyecte la substancia que provocará el aluvión de recuerdos infantiles y así, proporcionado ese último privilegio, el verdugo podrá hacer su trabajo con la conciencia lavada, planchada y almidonada. Siempre se había dicho que esa extraña costumbre de dar una última comida al pobre diablo o, si las circunstancias no lo permitían, permitirle fumar el último cigarrillo antes del horroroso momento, era una manera vergonzosa de tranquilizar al verdugo, no al pobre condenado. La compra fácil de una buena conciencia difícil. Claro, en aquella época no había leído a René Girard.
Pero es hoy, hoy o nunca...– retomó el hilo de sus verdaderas preocupaciones– hoy Martina sabrá con quién se ha metido– se dijo. El rencor se le anudaba alrededor del cuello como una corbata.
Finalmente nuevamente lo ganó aquel estado de ánimo entre triste y apesadumbrado. Durante días interminables había estado dando vueltas al asunto y ya le parecía inevitable: sólo el tiempo se interponía entre las cosas tal cual eran entonces y tal como ellas debían ser. Sólo que Néstor no era sólo el hombre que jamás llevaría un reloj en la muñeca. Era además el hombre que jamás procedería de manera precipitada e irreflexiva.


Es hoy o nunca– dijo el jefe de la Sección Mantenimiento.
El bigote oscuro subrayaba aún más el brillo duro de una mirada que no combinaba demasiado bien con el resto de una cara blandamente municipal.
Como usted ordene señor González. Hoy reemplazaré el resorte, si es que encuentro la...
No, no... nada de «si es que encuentro». Vos vas simplemente y hacés tu trabajo. Como sea.
Pero sin ese resorte no va a...
Mirá, yo ya tengo mis problemas. Ocupáte vos de los tuyos.
Un laconismo deliciosamente burocrático. El Jefe de la Sección Mantenimiento volvió a ocuparse concienzudamente de su actividad principal del momento: beberse una enorme taza de café y masticar una por una la media docena de bizcochos que diariamente compraba antes de llegar a la oficina. Olañaga, viejo conocedor de los meandros municipales y, sobre todo, de sus más rancias costumbres, supo que debía interpretar esto como un «Y ya dejáme de joder, pibe. Tomátelas...».
Salió sin saber cómo iba a arreglárselas. Ya en la caseta de las herramientas, comenzó inútilmente a revolver todo. La Sección Suministros hacía ya meses que no suministraba absolutamente nada. Se dijo que ese día haría el trabajo de uno u otro modo. Las quejas ya eran insoportables. Tan insoportables como las de ella.
A Olañaga le gustaba pensar en ella a menudo. Así que aprovechaba los momentos en que el trabajo se volvía repetitivo y pensaba en ella. Entre la treintena y aún sabiamente apartada de los cuarenta, ella era verdaderamente atractiva. Pero él insistía de una manera que a ella no le gustaba. Aunque a los treinta y cinco años había conseguido mantenerse soltero y, aunque él no proponía que se casaran, sí insistía en cambio en que vivieran juntos.
Mientras aquel maldito resorte número tres se negaba a aparecer entre el resto de piezas de repuesto, Olañaga se complació en revivir mentalmente las casi tres horas que habían pasado juntos la noche anterior.
Rezongó aún una vez más y, mientras apartaba sus pensamientos de ella para evitar una inoportuna erección que ya comenzaba a insinuarse, decidió de una vez que tomaría un resorte número dos. Durante dos o tres meses funcionaría bien y cuando ya no lo hiciese, pues simplemente volvería a reemplazarlo.


Martina, en la oficina, estuvo toda la mañana soportando los ojos de Maneri. Éstos, bovinos como de costumbre, parecían sin embargo tener vida propia aquella mañana y se mantenían fijos, empecinadamente fijos en las piernas de ella.
Es la última vez que vengo a la oficina así– dijo en voz baja a Inés y giró levemente hacia ella.
Los ojos de Maneri, concienzudos y obedientes, se desplazaron golosos los pocos centímetros que necesitaban para seguir adheridos allí donde las medias negras se pegaban contra la piel de Martina.
¿Es la última vez que venís cómo?– respondió distraídamente Inés.
De falda, es la última vez en mi vida que vengo de falda a trabajar.
Sí, tenés razón, es mucho más práctico con un pantalón. Yo por ejemplo...
No te lo digo por eso– se encolerizó apenas Martina y no pudo evitar enviar una mirada cargada de odio hacia los ojos de idiota de Maneri.
Éstos, sin embargo, eran inabordables para todo lo que no fuese aquellos cinco centímetros de muslo.
Ah...– comprendió Inés y se oscureció. Entre las cejas se le dibujaron unas arrugas de disgusto que no llegó a contener.
Disculpáme, no sé porqué siempre olvido que vos y él...
Yo y él nada. Fue hace mucho y ya no interesa. ¿Y vos? ¿ya tomaste una decisión?
Sí– mintió Martina– ya la tomé.
En realidad decidió en ese momento que ese día tomaría una decisión. Se puso de pie y mientras atravesaba la oficina supo que los ojos de Maneri renovaron su ahínco y que los de Inés se humedecían apenas. De tristeza quizá, o tal vez sólo de enojo.
Ya a solas en el toilette se miró al espejo.
Es hoy o nunca– se dijo– pero... ¿qué hago? ¿cuál es la buena decisión...?


Néstor Bazaldúa dejó que la mañana se escurriese lentamente. Siempre se sentía tranquilizado cuando lograba tomar una decisión. Salió a pasear para distraerse un poco pero también para repasar el itinerario que seguiría cuando el momento hubiese llegado. Sólo que iba a necesitar saber la hora y él, el hombre que jamás llevaba un reloj, no iba a estar parando a un desconocido, no en aquellos momentos, para pedir la hora. Iba a necesitar al mismo tiempo estar seguro de que serían las siete de la tarde y de que podría ver la esquina fatídica con comodidad y sin ser visto.
Por la mañana, antes de despedirse de él, Martina había vuelto a jurarle que no, que no había otro. Néstor se había apretado entonces los labios para no decirle que él sabía, que él conocía muy bien cuándo y con quién. Pero simuló creerle. La necesitaba, estaba enamorado de ella. Enamorado hasta el punto de no poder afrontar la idea de perderla. Por eso, obsesivo, durante los últimos días había previsto todo. Repasando una y otra vez lo que sabía sobre Martina y aquel tipo, más lo que era lógico suponer, había establecido una hora precisa. El día era menos importante, podía ser aquél como casi cualquier otro. Sólo que ya no podía o no quería esperar. Pero la hora no, eso era otro cantar. Si Martina, después de dejar la oficina no atravesaba la plaza a las siete, siginificaría que no había tomado el camino hacia él sino hacia... no pudo dejar que ese pensamiento termine de dibujársele. En ese caso... en ese caso...
Trastabilló. Se dijo que era una locura mientras palpaba en el bolsillo derecho del saco la presencia dura y fría de la pistola que lo devolvió intacto a su determinación inicial.


Olañaga pasó casi todo el día atareado. A mediodía comió rápidamente un sandwich frente a González, quien después de hacer desaparecer lenta pero metódicamente el contenido de una cacerola de no desdeñables dimensiones, se dedicó atentamente a leer entera la página deportiva del diario antes de atacar con igual aplicación la sección policiales.
Hago una llamada, señor González, si no le molesta.
Dale nomás pibe. Total es la municipalidad la que paga la factura.
Es rápido, no se preocupe.
¿Vas a llamar a tu querida? Te estás metiendo en un quilombo. Vos sos un tipo joven ¿me querés decir porqué no te buscás una mina soltera? Pero no me hagás caso. Yo también tuve veinte años.
Yo tengo treinta y cinco.
Treinta y cinco o veinte... es la misma milonga. Antes de los cuarenta no se piensa con la cabeza sino con la...
Olañaga. que ya iba hacia el teléfono, no alcanzó a oír el final de la frase aunque no le costó adivinarlo.
Se sabía el número de memoria, como se sabía de memoria cada una de las pausas y de las inflexiones de voz de cada uno en la oficina donde trabajaba Martina.
Hola Martina.
Hola.
¿Cómo estás?
Bien ¿y vos?
Hubo una pausa que entre ellos no se volvía incómoda.
¿Entonces?
¿Entonces qué?
Sabés bien qué es lo que te estoy preguntando.
No, no lo sé... o sí, sí lo sé. Pero...
¿Lo dejás? ¿Te venís definitivamente a vivir conmigo?
No sé...
Mirá Martina: yo ya no puedo seguir así. Si no te decidís ahora, yo prefiero que...
No.
¿No qué?
No me voy con vos.
¿Estás segura? ¿Es tu última palabra?
Sí– y se dijo que posiblemente iría a arrepentirse de esa afirmación.
Entonces se terminó– trató Olañaga de que ella no percibiese el temblor de su voz.
Martina colgó y se sintió al mismo tiempo desolada y aliviada. Respiró hondo y se dijo que después de todo había estado junto a Néstor doce años y que quizá aquella infidelidad sólo era una manera de sacudirse la rutina.


Néstor Bazaldúa se dijo que probablemente era ya la hora de apostarse en el rincón que había elegido. Seguro de que disponía aún de largos minutos se apoyó con aire despreocupado contra la pared y encendió un cigarrillo. Poco antes había comprobado que la pistola estaba convenientemente cargada. Dio un rápido vistazo al lugar. Desde su rincón dominaba todo: la esquina desde donde aparecería (o no) Martina, la plaza, la gente... rápidamente comprobó que el reloj estaba, como siempre, allí. Una de las pocas veces en toda su vida que iría a preocuparse por la hora. Entonces si a las siete ella no atravesaba la plaza...

Olañaga, mientras atravesaba solo la ciudad en la camioneta, sentía una amargura que le hacía mal hasta en los huesos. De alguna manera llegó a sentir que perder a Martina le dolía tanto como colocar un resorte número dos en lugar de uno número tres. Por alguna razón secreta las dos cosas se fundían en una sola que le dolía aún más.

Al cabo de unos minutos, Néstor Bazaldúa se dio cuenta de que había estado sumergido en sus pensamientos y que casi había olvidado todo el asunto. De un golpe de vista y con un vuelco en el corazón comprobó que en el reloj de la plaza eran las siete y cinco. Llevó la mano al bolsillo derecho del saco y un segundo más tarde sostenía la pistola contra su sien. Alcanzó a oír gritos deseperados antes de que todo se borrase...

El estampido sobresaltó a Olañaga, quien llegaba en ese momento a reemplazar el resorte del reloj. Por fin, después de muchos meses, el reloj daría verdaderamente la hora exacta en lugar de estar estúpidamente fijo en las siete y cinco. Aún con un resorte número dos en lugar de uno número tres y aún cuando en ese momento eran las seis y media.

Martina dejó la oficina con una resolución que le permitió sobrellevar con buen ánimo los ojos de Maneri. Esa noche no llegaría tarde a su casa. Esa noche no iba a ser una mujer infiel. Esa noche, después de muchas noches, no iba a tener que soportar las preguntas inquisitivas de Néstor. A pesar de su tristeza sonrió.

4 de noviembre de 2011

Ocinú Opac (contra-cuento zen)

 
 
 
–Hasta tí hemos llegado, oh! Maestro, porque deseamos fervientemente ser instruidos, beber de las aguas claras de tu sabiduría.
–Os lo agradezco infinitamente.
–No nos lo agradezcas, oh! gran Ocinú Opac. Si alguien debe agradecer algo, esos somos nosotros. El polvo del camino no se habrá pegado en vano sobre nuestras vestiduras si, cuando dejemos ésta, tu morada, portamos paz en el corazón y luz en la conciencia. Te lo rogamos, instrúyenos.
–Mucho me complace oír ésta, vuestra súplica, pues ella me dice que reconocéis en la instrucción a la vía que os llevará al conocimiento...
–Oh! qué sabio eres...
–Y éste, el conocimiento, es el fruto delicioso que todos los seres humanos anhelamos...
–Jamás palabras tan sabias han emanado de labios humanos antes. Prosigue por favor.
–Ya nuestros antepasados, los más lejanos en el tiempo, llevaban en sus corazones el sello de este anhelo. Es quizá el único destino para la humanidad: alcanzarlo, poseerlo, volverse uno con él y ser entonces sabios.
Ocinú Opac hizo una pausa y dejó que sus ojos se complaciesen, reposados como un estanque de pececillos, en los encantadores pechos de la muchacha que acompañaba al joven hombre. Ella, una hermosa virgen cuya figura, antes de tomar la humana corporeidad, había sido sin dudas forjada en los sueños de un Demiurgo, bajó sonrojados sus ojos bellos. El visitante, inquieto, contuvo el impulso de abrazarla o de tomar una de sus manos. No se atrevió, finalmente, a demostrar su posesión y desafiar, así, al Maestro. ¿Qué demostraría con ello? Aún siendo ella su prometida, se dijo, no la poseía, ella se poseía a sí misma, en todo caso.
–Has hablado con sabiduría, maestro. Continúa por favor.
–Alcanzar ese fruto es el impulso secreto de nuestras acciones. Estamos destinados al conocimiento como la doncella al impetuoso enamorado. Y buscáis vosotros el conocimiento por la vía de la instrucción mas ¡guardaos! guardaos, os digo, de la sumisión estéril del alma a los falsos conocimientos. Estos ya no acechan, habituados como están a señorear a sus anchas en los escuálidos corazones de los hombres. Porque todo conocimiento es carne del espíritu y el espíritu es el conocimiento de la carne. Pero el falso conocimiento es, ni más ni menos, ignorancia.
–Y ¿cómo distinguir, entonces, al verdadero del falso conocimiento, oh! Maestro?
–Sólo hay un modo: forjando en vosotros mismos la autoridad del maestro. No hay otro modo. Sólo así lograréis el fruto del conocimiento.
–Y ¿cómo se llega a forjar en si mismo la autoridad del maestro?
–Sabiendo que las puertas de nuestras mentes y de nuestros corazones nos pertenecen. Sabiendo que nadie fuera de cada uno de nosotros puede poseer legítimamente esas puertas. Así, sabiendo esto, somos amos y señores de lo que entra y de lo que sale de nuestras mentes y de nuestros corazones. Con el ejercicio constante de esto acumulamos el conocimiento.
–Pero, oh! Maestro, no veo cómo eso impediría forzosamente que el falso conocimiento ingrese en nuestras mentes y en nuestros corazones ¿Quién nos dirá cuáles son unos y cuáles son los otros? Aún siendo unos vigías y guardianes celosísimos de las puertas, no sabríamos decir sí o no a lo que se presentase y... pues, no sabríamos qué hacer.
–Nadie podría decíroslo si no lo veis por vosotros mismos. Aunque serán legión aquéllos que se presentarán, aún antes de vuestros nacimientos, diciendo «Henos aquí, portadores de sabiduría. A nosotros nos es dado el guiaros; dadnos vuestras mentes y vuestros corazones porque de otro modo seréis imperfectos». Ellos sólo podrán esclavizaros si no habéis permitido germinar en vosotros a la flor radiante del espíritu.
–Pero ¿y qué es el espíritu?
–Es todo lo verdadero que puede habitarnos y que no puede ser visto, oído, tocado, olido ni gustado.El Maestro posó una vez más sus ojos sobre la doncella. Esta vez sobre la curva sabia de sus caderas, aún niñas por su pureza pero ya de mujer por la decisión de sus proporciones. El visitante ya no pudo reprimir la cólera en su corazón aunque sí logró reprimirla en sus puños y en sus mandíbulas.
–Lo que no es espíritu– prosiguió Ocinú Opac– es todo lo verdadero que puede ser visto, oído, tocado, olido y gustado.
–Y ¿cómo alcanzarlo, entonces?
–No es necesario alcanzarlo, ya está en tí.
–Pero ¿dónde?
–Pues... en ningún sitio. No puede ser visto, oído, tocado, olido ni gustado y, además, no ocupa ningún lugar en el espacio. Y, sin embargo, existe, es.
–Pues, entonces... por ejemplo: un pensamiento, un razonamiento cualquiera es espiritual...
–Exacto, hijo mío.
–Y nadie, fuera de mí mismo, puede tener acceso en mi ser a a la conciencia de su existencia, de su espiritualidad y de su verdad. Él revela en mí algo eterno.
–En efecto...– dijo el gran Ocinú Opac cuyos ojos se deleitaban en recorrer los hermosos brazos de la joven y anclaban morosos en sus hombros.Entonces el hombre, repentinamente, propinó un violento y definitivo golpe de puño al Maestro. Inmediatamente después tomó a su prometida por el talle y ambos se alejaron para siempre.
«Veo que ha comprendido» se dijo el gran Ocinú Opac mientras trataba dolorosamente de ponerse de pie y comprobaba que de su boca manaba sangre.